El caso SENASA ha dejado de ser un simple expediente administrativo para convertirse en una prueba de estrés del Estado dominicano. No se trata únicamente de presuntas irregularidades financieras, sino de una pregunta mucho más profunda y peligrosa: ¿cómo es posible que todo el aparato de control del Estado coexistiera durante años sin detectar absolutamente nada?

Y aún más grave: ¿cómo puede el Presidente de la República afirmar que no sabía nada de lo que ocurría en una de las instituciones más sensibles del sistema de salud pública?


UN SISTEMA COMPLETO QUE FALLÓ… O QUE MIRÓ HACIA OTRO LADO

Durante el período bajo cuestionamiento, SENASA no operaba en el vacío. Estaba rodeada —al menos en teoría— por un entramado de organismos cuya razón de existir es precisamente evitar lo que hoy se denuncia:

  • Contraloría General de la República
  • Cámara de Cuentas
  • Dirección General de Contrataciones Públicas
  • Superintendencia de Salud y Riesgos Laborales (SISALRIL)
  • Consejo Nacional de la Seguridad Social (CNSS)
  • Superintendencia de Seguros
  • Dirección Nacional de Inteligencia (DNI)

Todas con facultades de supervisión, auditoría, fiscalización o prevención de riesgos. Todas coexistiendo. Todas activas. Todas con presupuesto.

Sin embargo, ninguna detectó nada. Ninguna alertó. Ninguna previno.

Esto nos obliga a aceptar una verdad incómoda: cuando fallan todas las instituciones al mismo tiempo, el problema ya no es técnico, es estructural.


EL PRESIDENTE Y LA IMPOSIBILIDAD DEL “NO SABÍA”

El Presidente de la República no es un espectador del sistema de salud. Es parte central de su arquitectura política.

Preside el Consejo de Gobierno. Designa a los titulares de las instituciones clave. Tiene representación directa en el Gabinete de Salud. Recibe informes periódicos. Supervisa políticas públicas estratégicas. SENASA no es una dependencia menor: maneja recursos públicos, cobertura médica y estabilidad social.

Por eso, cuando el Presidente afirma que no sabía lo que estaba ocurriendo, solo quedan dos escenarios lógicos:

  • Que el Presidente no controla su propio gabinete ni recibe información real.
  • O que el sistema le informa, pero políticamente se decide no actuar.

Ninguno de los dos escenarios es una defensa. Ambos constituyen responsabilidad política.

En las democracias modernas, el “yo no sabía” no exonera al poder; lo compromete.


SISALRIL Y CNSS: EL SILENCIO QUE MÁS PESA

Si hubo irregularidades en SENASA, las primeras alarmas debieron surgir desde la Superintendencia de Salud y el Consejo Nacional de la Seguridad Social. No solo porque es su función legal, sino porque todo el sistema de seguridad social está diseñado para dejar rastro.

Presupuestos, contratos, pagos, coberturas, proyecciones actuariales: nada de eso es invisible.

Que no se haya detectado nada implica una de dos cosas:

  • Una incompetencia técnica alarmante.
  • O un silencio institucional deliberado.

Ambas opciones son devastadoras para la credibilidad del sistema.


CÁMARA DE CUENTAS Y CONTRALORÍA: ¿CONTROL O DECORACIÓN?

El ciudadano común tiene derecho a preguntarse: ¿qué se audita realmente en este país?

Porque no estamos hablando de errores menores, sino de gestión de fondos públicos, contratos recurrentes y estructuras financieras complejas. Si eso pasa desapercibido, entonces las auditorías existen más como ritual burocrático que como herramienta de control real.

Un Estado donde los órganos de fiscalización no fiscalizan es un Estado que simula transparencia.


EL DNI: MUCHA VIGILANCIA AL CIUDADANO, POCA AL PODER

La Dirección Nacional de Inteligencia tiene como misión proteger al Estado de riesgos internos y externos. La corrupción estructural es uno de esos riesgos.

Sin embargo, la práctica demuestra un patrón peligroso: vigilancia hacia abajo, ceguera hacia arriba.

Se observa al ciudadano, al activista, al crítico, pero no se detectan desfalcos institucionales que comprometen la estabilidad social.

Un Estado que se vigila menos a sí mismo que a su pueblo está caminando hacia el colapso moral.


SENASA NO ES EL PROBLEMA, ES EL SÍNTOMA

El caso SENASA no expone únicamente una posible irregularidad administrativa. Expone algo mucho más grave: un modelo de poder donde la responsabilidad se diluye, la supervisión falla y la rendición de cuentas solo aparece cuando el escándalo es imposible de ocultar.

Decir que nadie sabía nada no es una explicación. Es una confesión institucional.

Cuando todas las instituciones existen pero ninguna funciona, el problema no es la corrupción: es el Estado.

Y cuando el Presidente está en la cúspide de ese Estado, la responsabilidad política no se puede tercerizar.


CONCLUSIÓN FINAL: EL PRM, EL VIEJO PODER CON NUEVO NOMBRE

El Partido Revolucionario Moderno (PRM) no surgió del vacío ni de una ruptura real con la vieja política. Su origen es claro: proviene directamente del viejo PRD, una estructura con amplia experiencia histórica en prácticas de poder cuestionadas, escándalos administrativos y episodios de corrupción que marcaron profundamente la vida institucional del país.

Cambiar el nombre no cambió la cultura. Cambiar el color no transformó las prácticas. El PRM no es una nueva política: es el mismo poder reciclado.

En ese contexto, resulta poco creíble la narrativa que intenta presentar al Presidente Luis Abinader como una víctima traicionada por su propio aparato de gobierno. Esa versión, repetida por voceros oficiales y amplificada por sectores mediáticos claramente alineados con el poder, no resiste un análisis lógico serio.

La probabilidad de que el Presidente desconociera lo que ocurría en SENASA, rodeado de organismos de control, informes periódicos, gabinetes sectoriales y asesores, es prácticamente nula. Desde una perspectiva racional de poder, la posibilidad de que supiera lo que estaba ocurriendo se acerca peligrosamente al cien por ciento.

No sería la primera vez que el Presidente incurre en contradicciones públicas, negaciones que luego se transforman en rectificaciones, retrasos o reculos forzados ante la presión de la realidad. El patrón es conocido: primero se niega, luego se minimiza, después se reencuadra el discurso.

La estrategia de victimización presidencial no es ingenua; es política. Busca preservar la figura del mandatario mientras se sacrifica, si es necesario, a funcionarios intermedios. Pero esa narrativa ignora un principio básico del poder democrático: el Presidente es responsable no solo de lo que hace, sino de lo que permite.

El caso SENASA deja una conclusión inevitable y profundamente incómoda para el oficialismo: la corrupción no es un accidente aislado, es un sistema. Un sistema que se extiende desde la Presidencia de la República hasta la institución más pequeña, protegido por el silencio, la burocracia y la complicidad estructural.

Cuando el discurso oficial insiste en que nadie sabía nada, lo que realmente está diciendo es que el Estado dominicano funciona sin control real o, peor aún, con control selectivo. Y en ambos escenarios, la responsabilidad política es ineludible.

El problema no es SENASA. El problema no es un funcionario. El problema es un gobierno que heredó las peores prácticas del pasado, prometió cambio y terminó reproduciendo el mismo modelo de corrupción, ahora con un discurso más pulido.

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